Saturday, July 18, 2009

Puente rojo, puente blanco

Cuando era una niña cargaba leña en las lomas, trajinaba en la cocina, ayudaba a limpiar el maíz y lavaba la ropa en un arroyo cercano. Luego quiso ver el mundo y emigró a la ciudad de México.
Cuando adulta, era incansable en la atención de su esposo y sus hijos. Su estufa casi nunca estaba apagada. Sólo eran para ella la hora de la misa y esas horas en que tomaba un camión hacia las afueras de la ciudad, hacia la autopista que iba rumbo a su tierra. Ahí subía a un puente peatonal a contemplar el tránsito de los automóviles que pasaban por debajo, el tráfico que era la sangre de la ciudad. Años más tarde, viuda ya, solía repetir que un día volvería a su pueblo para morir en la tierra de los suyos, rodeada por las colinas boscosas donde había nacido y arrullada por los pájaros y el rumor del viento cuando pasa entre los oyameles.
Se negó a llevar la triste vida de los diabéticos y dejó que la enfermedad destruyera su cuerpo. Se negó a la insulina, a la diálisis, a la dieta, pues había visto a su marido postrarse en cama durante años y agonizar lentamente, conectado a máquinas y sujeto a rutinas médicas. Lo vio reducirse al grado de depender al cien por ciento de su familia. No quiso un final asi para ella, así que una vez muerto él, comenzó a desear morir. Una mañana lo deseó con tanta vehemencia que le sobrevino un ataque de tos que le paralizó el diafragma y luego el corazón.

Asistí a su funeral, amenizado por la música que la hacía feliz cuando joven: canciones con una base instrumental de guitarra, bajo y violín. Las vecinas la vistieron con su traje de novia y la arreglaron como si fuera su boda. La calzaron con unos huaraches de ixtle y cerraron para siempre el ataúd. Rezaron interminables rosarios y la enterraron en un cementerio hermoso al oriente de la ciudad. A pesar de no ser un familiar cercano, no pude evitar el sentirme triste cuando arrojaron flores a su tumba. Pensé entonces en que fue una mujer que jamás realizó sueño alguno pues aunque hubiera regresado a morir a su pueblo, en éste ya no hallaría a personas cercanas que le rezaran al morir, ni pájaros ni bsques de oyamel. Habría encontrado un páramo erosionado, arroyos secos y ruido de motores de maquiladoras, sin un cielo que cobijara de nubes a la noche.
Puente rojo, puente blanco. Cuando salgo de la ciudad por esa autopista veo los puentes peatonales cuyos nombres ella me enseñó.

En el verano


Regresé a mi ciudad natal como en todos los veranos. Las montañas circundantes eran verdes, el ciel saturado de nubes de lluvia y el aire fresco a veces, bochornoso otras. Era la temporda de fiestas populares, ferias, música y bailes, la mejor época para regresar, cuando los paseos en el campo son más benignos por el clima, cuando los arroyos tienen agua y las plazas de la ciudad se llenan de turistas.

Esta ocasión había algo especial. Lo sentía en el aire. El sabor de los estofadosy salsas ya no era tan intenso, no se veían vendedoras de azucenas silvestres en ls calles ni el agua de horchata con tuna sabía como antes. Entonces sucedió un encuentro con un amigo, un encuentro fortuito. Hacía años que había emigrado a Estados Unidos y no teníamos contacto. Lo vi de lejos y me acerqué a saludarlo. Al verme, exclamó “¿Eres tu o tu fantasma?” Fue entonces que me percaté de mi estado post-mortem y me vi frente a mi tumba. Entonces el mundo se desvaneció.

Distintos pájaros

El joven extranjero abrió los ojos y miró un techo que no era el habitual. A través de la cortina entraba luz y ésta le permitía ver los objetos de la sala en la que había dormido. La noche anterior no los había visto, pues tras veinte horas de viaje entre aviones y aeropuertos, al llegar a esa sala lo único que deseaba era tumbarse a dormir. En este nuevo día lo rodeaban sonidos de distintos pájaros, voces con un acento cantarino, crujires de pasos sobre duela y por momentos, gotas de lluvia cayendo en las baldosas del patio.

Los días siguientes descubrió un mundo nuevo. Los objetos eran de un acabado más tosco y las vestimentas más simples y humildes, desgastadas, pero la gente sonreía por todo y eran amables. Al principio se sorprendió, después llegó hasta sentirse incómodo por tanto exceso de afabilidad, mas el rechazo se disipó y el comenzó a sonreír también.

Venía a esta tierra a buscar una solución a cierta insatisfacción relacionada con su carrera. Tenía 31 años y aún no se había labrado un nombre en el campo del arte. Nadie citaba sus obras, era difícil conseguir financiamiento para montarlas y el público era escaso, críticos ausentes, sin notas en algún medio impreso que fuera relevante para continuar. Con el paso de los días, fue olvidando esa molestia y se veía departiendo una cerveza o la comida con nuevos amigos, tomando el sol bajo un cielo intensamente azul, con nubes grises que al atardecer se precipitaban en una lluvia refrescante. Al poco tiempo halló trabajo de cocinero, conoció amantes y una mesa junto a una ventana en la que se sentaba a escribir poesía en sus horas de descanso. Ya no más dramas. Mientras trabajaba en la cocina su mente imaginaba una frase inicial que al escribirla le llevaba a escribir hojas y más hojas de poemas que luego recitaba en voz alta antes de dormir. Tan a gusto comenzó a sentirse que canceló el boleto de regreso a su ciudad , a su barrio de bloques de departamentos donde nadie miraba a los ojos del otro y mucho menos le saludaba. Una mañana despertó y supo que sus huesos se quedarían en esta nueva tierra, desintegrándose durante el estío o deslavándose con el verano lluvioso. Moriría ahí y sería enterrado en una tumba sin nombre ni gloria, ya no le importaba el monumento con el que había soñado. Su nombre sería olvidado con el paso de las generaciones. A partir de esa mañana olvidó escribir una pieza teatral más y se dedicó a vivir la poesía de la existencia.

Friday, July 17, 2009

Caronte


El hombre de la caseta de cobro ya podía identificar a los autos que tendrían un accidente en la autopista. Había nacido con una intuición que le permitía adivinar a las personas que sufrirían un accidente, pero al estar en contacto con tántos conductores a diario, este don se le había refinado. Había rasgos que le permitían saberlo: la velocidad a la que se aproximaban a la caseta, la forma de mirar, en cómo le entregaban el dinero y lo que hacían con el recibo una vez que lo depositaba en sus manos. Incluso, la temperatura del cuerpo. “Hay hombres que saben lo que buscan”, pensaba al tras dar un sorbo de mezcal, acostado en su cama, antes de dormir. Entonces se refugiaba en su propio olor impregnado entre las sábanas o ése olor que quedaba en sus dedos después de la masturbación diaria, el olor de su ropa interior, de su esmegma bajo el glande. El único olor que podía percibir y que le hacía sonreir.

Su sueño era tranquilo. Alguna vez de niño había leído sobre Caronte, el dueño de la barca que conducía a las almas de los muertos a través del río Estigia hacia el Inframundo, en un libro de mitología griega, y el mismo llegó a sentirse un Caronte contemporáneo: recibía monedas y daba un boleto a aquellos elegidos por el destino que después sufrirían un percance en alguna curva traicionera de la carretera que bordeaba un tramo del río Calapa, que marca la división geográfica entre el estado de Puebla y de Oaxaca.

Este Caronte habitaba solitario la misma casa en que había nacido, único hijo sobreviviente de una familia de pastores de cabras, de aquellas que celebran la matanza el día de San Juan. Asexual, su único placer era un caballito de mezcal matateco que compraba en sus vacaciones siempre al mismo destino: la ciudad de Oaxaca. Ningún otro lugar del mundo valía la pena conocer, decía al recordar las tardes que caminaba embriagado de más mezcal por las calles de esa ciudad.

Desde niño, cuando acompañaba al padre a pernoctar en los cerros criando a las cabras, había aprendido a reconocer las constelaciones, y su inteligencia innata le había permitido asociar la posición de éstas con los acontecimientos de cada día, pero era un conocimiento que guardaba para sí y solo empleaba para convencer a los otros de sus deseos. Así se había ganado la confianza de quien lo empleó como cobrador en la caseta. Lo único quele habría gustado aprender, dijo alguna vez al cura de su pueblo, era a leer las líneas de las manos de los hombres, pero en la biblioteca de Tepelmeme no había libros sobre esas artes.

Fue un hombre de pocas palabras cuya muerte sobrevino cerca de cumplir los cincuenta años, una muerte súbita, cuyo cadáver fue descubierto, lleno de hormigas, por pastores de su familia.

Wednesday, July 12, 2006

A propósito de Guanajuato


Juárez dixit:

Desearía que el protestantismo se mexicanizara conquistando a los indios; éstos necesitan de una religión que los obligue a leer y no los obligue a gastar sus ahorros en cirios para santos.

Juárez mismo era un indio trascendido a tal condición.

Y aunque aquí casi no hay indios en el aspecto racial, tienen mucho de conquistados.

Postal desde Irapuato


EEl Bajío se merece una novela contemporánea. Un gran mural del Nuevo Siglo que permita exhibir al resto del país los sentimientos de esta región que, entre otros eventos, ha parido la Independencia Mexicana, la Guerra Cristera, la Transición Democrática conducida por el PAN, las Momias de Guanajuato y a las Poquianchis.

Primero muerta que senshilla, dicen las locas bonaerenses. Quizá esto marque mi tumba.

Yo, tan críptico.

Sunday, July 09, 2006

Playa Chaué, Huatulco, Oaxaca

Antes, tan pronto veía el mar, hacía todo lo posible por meterme al agua y bendecirme por repetir la experiencia de haberme sobrevivido. Eran tiempos en que era azotado por tormentas emocionales que me impedían gozar de mi existencia. Abismos fantasmales en donde caía sin esperanza de salir. El hombre que vive sin dios ni ideología religiosa también está sujeto a malestares, de otra forma no sería humano. Ese tiempo pasó, por fortuna, y dejó tras de sí el panorama desolado de una costa por la que ha pasado una tormenta. Invertí mucho tiempo levantando los nuevos cimientos de mi personalidad adulta: aprendí a reconocer las amenazas de nuevas turbulencias a partir de la lectura de las consecuencias de las pasadas, mientras borraba sus huellas devastadoras, al cuidar de mis cicatrices. Entonces el mar se transformó en símbolo de un fermento a partir del cual surgía la historia de mi vida vista con la óptica condescendiente de quien convalece. Fue cuando abrí los ojos al mundo que se me ofrecía atrás de las tinieblas. Poco a poco se fueron manifestando las glorias de la tierra; sus visiones refrendaban mis ímpetus vitales, mas con ellas aparecieron sombras. No sólo había dunas resplandecientes de fina arena dorada; detrás de ella asomaban cúmulos de basura. Pertenezco a una civilización cuyos residuos sociales y materiales minan el sustrato sobre el cual se sostiene. Ya no me fue posible mirar únicamente el brillo del sol sobre las olas, como hacía antes, tumbado bajo los rayos solares y exacerbadas mis sensaciones por los sicoactivos que corrían por mi sangre. Ahora, ese pasado de emociones intensas es contemplado con sus implicaciones más funestas.

Pongo como ejemplo lo que miro desde esta palapa: El bello oleaje del mar arrastra consigo toxinas imperceptibles que lentamente envenenan la sopa primigenia que ha sido el mar, origen de la vida. El sol induce en las células de mi piel mutaciones que, al acumularse, podrían generar un tumor cancerígeno que acabaría con mis deseos de vivir una prolongada y sana vejez, en la que anhelo contemplar el cumplimiento de mis profecías: todas éstas comparten la noción de que las especies humanas más aptas serán aquellas que desarrollen habilidades para copar con el calentamiento global, el agotamiento de los mantos acuíferos y la violencia social de ello emanada; la evolución de la Humanidad tiene como consecuencia la muerte de las masas menos capaces de mantenerse en un mundo que cambia a una velocidad vertiginosa ¿Quiénes sobrevivirán? Quiero ser testigo de la respuesta.

Deploro el uso de sicoactivos que realizé en la fase final de mi adolescencia tardía, pues al parecer agotó mi capacidad de respuesta ante los estímulos simples. Me he convertido en un ente disector de sus sensaciones. Aún no discierno claramente si se debe a que el umbral de mi sensibilidad para que se manifieste una emoción es alto, o que sólo soy sensible a estímulos complejos. Pienso que es una combinación de ambos. Sólo entonces surge un paisaje emocional que me sublima, como éste que ha tenido como consecuencia la escritura de este texto.

Miro el mar a unos cuantos metros. Veo a los demás revolcarse en sus aguas de inocuidad dudosa, por más que la propaganda de las agencias turísticas trate de infundir confianza a los turistas. Los contemplo, resignado a callar. Intentar explicarles las consecuencias futuras de sus actos presentes es en vano. En mi pasado, como activista ecológico, gasté mucha de mi energía intentando en vano convencer a los organismos internacionales de la necesidad de educar a las poblaciones subdesarrolladas y de apoyar un desarrollo ecoómico sustentable para impedir la destrucción de los sitios aún vírgenes. En mi viaje hacia esta playa he contemplado con tristeza el aniquilamiento de los bosques de la sierra oaxaqueña. En otro tiempo hubiera abandonado mi viaje de placer por intentar detener tal ecocidio. Ahora acepto que el hombre es un animal que lucha por sobrevivir a costa de los otros, que ese instinto va más allá del raciocinio. Que en este país, como en todo el Tercer Mundo, la corrupción, la ignorancia y el peso de las tradiciones son entelequias que labran un futuro siniestro sobre las estirpes humanas que pueblan estos ámbitos. Acepto eso de la forma en que el mesero que atiende en la palapa recibirá con gusto la propina que le dejaré. La propina le permitirá paliar las necesidades inmediatas de su familia. Su descendencia padecerá en el futuro lo que sus connacionales hoy destruyen.

En ocasiones me es difícil soportar estas nociones. Mis elucubraciones traicionan a mi razón y me inducen a pensar que no debo rechazar mi condición humana, que ceda a las ganas que tiene mi cuerpo de tirarse en la arena dorada, de que mi piel se broncee con la ayuda de la sal marina. Recuerdo cuando aprendí a surfear ¿Por qué no olvidarme de ese fardo en que a veces se constituye mi mente analítica e hiperinformada? Soy producto de la evolución de la vida, y como hombre, resultado de la casualidad, de experimentos de la naturaleza realizados a ciegas, sin un hilo conductor más que la prueba y el error. Convencido entonces pierdo mi aliento de pureza, se desvanece el temor a la muerte prematura. Poso mis pies en la arena tibia y me encamino al mar. Que sus aguas mojen mi cuerpo. Libérome entonces del fundamentalismo propio de quien ha sobrevivido a sus tormentas. Dejaré de blandir la vara que juzga los actos de las sociedades para ser un hombre que goza la frescura del agua marina, que permite a sus ojos contemplar las olas desde el ras. En caso de persistir sentado en la orilla, bajo la palapa protectora, me congelaré en el sueño de la persistencia de lo inútil.