Antes, tan pronto veía el mar, hacía todo lo posible por meterme al agua y bendecirme por repetir la experiencia de haberme sobrevivido. Eran tiempos en que era azotado por tormentas emocionales que me impedían gozar de mi existencia. Abismos fantasmales en donde caía sin esperanza de salir. El hombre que vive sin dios ni ideología religiosa también está sujeto a malestares, de otra forma no sería humano. Ese tiempo pasó, por fortuna, y dejó tras de sí el panorama desolado de una costa por la que ha pasado una tormenta. Invertí mucho tiempo levantando los nuevos cimientos de mi personalidad adulta: aprendí a reconocer las amenazas de nuevas turbulencias a partir de la lectura de las consecuencias de las pasadas, mientras borraba sus huellas devastadoras, al cuidar de mis cicatrices. Entonces el mar se transformó en símbolo de un fermento a partir del cual surgía la historia de mi vida vista con la óptica condescendiente de quien convalece. Fue cuando abrí los ojos al mundo que se me ofrecía atrás de las tinieblas. Poco a poco se fueron manifestando las glorias de la tierra; sus visiones refrendaban mis ímpetus vitales, mas con ellas aparecieron sombras. No sólo había dunas resplandecientes de fina arena dorada; detrás de ella asomaban cúmulos de basura. Pertenezco a una civilización cuyos residuos sociales y materiales minan el sustrato sobre el cual se sostiene. Ya no me fue posible mirar únicamente el brillo del sol sobre las olas, como hacía antes, tumbado bajo los rayos solares y exacerbadas mis sensaciones por los sicoactivos que corrían por mi sangre. Ahora, ese pasado de emociones intensas es contemplado con sus implicaciones más funestas.
Pongo como ejemplo lo que miro desde esta palapa: El bello oleaje del mar arrastra consigo toxinas imperceptibles que lentamente envenenan la sopa primigenia que ha sido el mar, origen de la vida. El sol induce en las células de mi piel mutaciones que, al acumularse, podrían generar un tumor cancerígeno que acabaría con mis deseos de vivir una prolongada y sana vejez, en la que anhelo contemplar el cumplimiento de mis profecías: todas éstas comparten la noción de que las especies humanas más aptas serán aquellas que desarrollen habilidades para copar con el calentamiento global, el agotamiento de los mantos acuíferos y la violencia social de ello emanada; la evolución de la Humanidad tiene como consecuencia la muerte de las masas menos capaces de mantenerse en un mundo que cambia a una velocidad vertiginosa ¿Quiénes sobrevivirán? Quiero ser testigo de la respuesta.
Deploro el uso de sicoactivos que realizé en la fase final de mi adolescencia tardía, pues al parecer agotó mi capacidad de respuesta ante los estímulos simples. Me he convertido en un ente disector de sus sensaciones. Aún no discierno claramente si se debe a que el umbral de mi sensibilidad para que se manifieste una emoción es alto, o que sólo soy sensible a estímulos complejos. Pienso que es una combinación de ambos. Sólo entonces surge un paisaje emocional que me sublima, como éste que ha tenido como consecuencia la escritura de este texto.
Miro el mar a unos cuantos metros. Veo a los demás revolcarse en sus aguas de inocuidad dudosa, por más que la propaganda de las agencias turísticas trate de infundir confianza a los turistas. Los contemplo, resignado a callar. Intentar explicarles las consecuencias futuras de sus actos presentes es en vano. En mi pasado, como activista ecológico, gasté mucha de mi energía intentando en vano convencer a los organismos internacionales de la necesidad de educar a las poblaciones subdesarrolladas y de apoyar un desarrollo ecoómico sustentable para impedir la destrucción de los sitios aún vírgenes. En mi viaje hacia esta playa he contemplado con tristeza el aniquilamiento de los bosques de la sierra oaxaqueña. En otro tiempo hubiera abandonado mi viaje de placer por intentar detener tal ecocidio. Ahora acepto que el hombre es un animal que lucha por sobrevivir a costa de los otros, que ese instinto va más allá del raciocinio. Que en este país, como en todo el Tercer Mundo, la corrupción, la ignorancia y el peso de las tradiciones son entelequias que labran un futuro siniestro sobre las estirpes humanas que pueblan estos ámbitos. Acepto eso de la forma en que el mesero que atiende en la palapa recibirá con gusto la propina que le dejaré. La propina le permitirá paliar las necesidades inmediatas de su familia. Su descendencia padecerá en el futuro lo que sus connacionales hoy destruyen.
En ocasiones me es difícil soportar estas nociones. Mis elucubraciones traicionan a mi razón y me inducen a pensar que no debo rechazar mi condición humana, que ceda a las ganas que tiene mi cuerpo de tirarse en la arena dorada, de que mi piel se broncee con la ayuda de la sal marina. Recuerdo cuando aprendí a surfear ¿Por qué no olvidarme de ese fardo en que a veces se constituye mi mente analítica e hiperinformada? Soy producto de la evolución de la vida, y como hombre, resultado de la casualidad, de experimentos de la naturaleza realizados a ciegas, sin un hilo conductor más que la prueba y el error. Convencido entonces pierdo mi aliento de pureza, se desvanece el temor a la muerte prematura. Poso mis pies en la arena tibia y me encamino al mar. Que sus aguas mojen mi cuerpo. Libérome entonces del fundamentalismo propio de quien ha sobrevivido a sus tormentas. Dejaré de blandir la vara que juzga los actos de las sociedades para ser un hombre que goza la frescura del agua marina, que permite a sus ojos contemplar las olas desde el ras. En caso de persistir sentado en la orilla, bajo la palapa protectora, me congelaré en el sueño de la persistencia de lo inútil.